Observemos la tierra en invierno. Cuando no aparece cubierta por la nieve o el hielo, su aspecto es duro y estéril: no hay insectos, ni hierbas, y en las ramas desnudas de los árboles no ha quedado el menor rastro de frutos o bayas. Imaginémonos la precaria vida que aguardaría a muchos animales salvajes si la madre naturaleza no se encargara de sumirles en el sueño durante algunos meses.
El providencial letargo llega en el momento más oportuno. En algunos anímales se trata de un profundo sueño que sólo se interrumpe brevemente, para llevar a cabo algunas funciones indispensables para la supervivencia. Tal es, por ejemplo, el caso de la ardilla, que incluso en invierno encuentra un momento para comerse las bellotas que almacenó en verano. En otros, se trata de algo más: el ritmo de su vida se hace más lento —tal como les sucede a las plantas—, su temperatura desciende, la sangre fluye con mayor lentitud y la respiración se hace imperceptible. Este estado de inmovilidad casi completa se denomina hibernación.
La hibernación reviste, en los reptiles, los anfibios y algunos peces; un carácter todavía más absoluto: en ellos la detención de la vida es casi completa.
Como es lógico, mientras dura el letargo los animales consumen las reservas de grasa acumuladas en verano. Por este motivo, al despertar, habrán perdido una buena parte de su peso.