Los antiguos pueblos del Mediterráneo creían en la existencia del unicornio, mítico animal al que se atribuía la forma de un caballo provisto de un largo cuerno en la frente. Dicha creencia parecieron confirmarla los primeros visitantes de los mares septentrionales, que a la vuelta de sus viajes habían traído unos extraños «cuernos» de forma espiral hallados sobre las playas de los misteriosos países del norte. Sin embargo, nadie había conseguido ver jamás —vivo o muerto— a uno de tales animales míticos. La leyenda del unicornio alimentó la fantasía de los hombres hasta finales de la Edad Media, y hubo quien llegó al extremo de querer reconstruir el legendario animal utilizando el esqueleto de un cuadrúpedo y fijando a su cráneo uno de aquellos famosos cuernos en espiral procedentes de las tierras del Norte.
Pero con el desarrollo de los estudios científicos basados en la observación atenta de la naturaleza,
estos trucos de charlatán quedaron al descubierto. Cuando, en el año 1655, algunos marineros consiguieron pescar en el océano un narval y trajeron a Europa su esqueleto, se comprendió que los largos «cuernos» encontrados por los antiguos viajeros pertenecían a este cetáceo, y no al unicornio. En efecto, el narval posee un diente muy desarrollado y de forma retorcida, que surge horizontalmente de su boca. Así pues, lo encontrado en las playas no habían sido cuernos, sino dientes de narvales muertos y empujados a la orilla por las corrientes marinas.