La vida de las focas

   EN las costas rocosas y desnudas de la región polar, el sol primaveral ha derretido casi toda la nieve. Un buen día, de las aguas heladas del océano emergen algunos hocicos bigo­tudos de focas. Son los machos, que lentamente van llegando a la costa. El "desembarco" podría hacerse ordenadamente si cada animal fuera a ocupar el espacio que dejaran libre los que llega­ran primero. Pero, al contrario, todos desean ubi­carse en los lugares más cercanos al agua. Luchas furibundas se desencadenan entre las bestias, que se dan de mordiscos mientras lanzan gritos y mu­gidos. Después de algunos días, cada cual ocupa el lugar que ha ganado, o al que debe resignarse. Al comenzar el verano llegan las focas hem­bras. Los machos se precipitan al agua y guían a las hembras a su propia "casa". Cada uno trata de formarse una familia lo más numerosa posi­ble, y los primeros que descienden al mar son los favorecidos. He aquí el porqué de la lucha enta­blada antes. Ahora, por varios kilómetros, la costa se ve completamente ennegrecida, pues está ocu­pada por las focas. Se han formado las distintas familias, y cada una está asistida y vigilada por un macho, que adopta una actitud dominante para impedir que algún malintencionado ose robarle una esposa. Durante algunas semanas no dormirá ni tomará alimentos. Cuando nacen los pequeños, las madres los cuidan amorosamente. Aunque pa­rezca extraño, las pequeñas focas tienen un ins­tintivo temor al agua. Sólo a los dos meses de vida, a tos buenas o a las malas, son llevadas al mar por sus madres, que les enseñan a nadar. Cuando los pequeños están fuertes y se han con­vertido en hábiles nadadores, toda la colonia re­gresa al mar, y efectúa larguísimas migraciones hasta la siguiente primavera.