El extremo cefálico de cualquier arañita, visto de frente y a través del aumento de una lupa, nos impresiona con su aspecto repulsivo y su "expresión" de implacable crueldad: hirsuta pelambre, ocho oíos de horrible fijeza, negros y brillantes como tallados en obsidiana, quijadas formidables y quelíceros con afilada uña.
Felizmente, salvo contadísimos casos de excepción, sólo constituyen un peligro y un azote para el pululante mundo de los insectos, circunstancia que resulta muy beneficiosa para el hombre, pero que no logra atenuar la desconfianza y aversión que les profesa.
Las arañas (que integran uno de los órdenes de la clase de los Arácnidos) se encuentran en todos los ambientes y es posible hallarlas tanto en el oscuro rincón de un sótano, como disimuladas en la rugosa corteza de un árbol en el bosque, o tendiendo su tela entre las hierbas del campo.
Se calcula que en un kilómetro cuadrado de terreno agricóla viven más de cinco millones de arañas: podemos imaginar la cantidad de insectos que necesitan destruir debido a su voracidad.
La importancia de su papel en el equilibrio biológico de las especies se demostró en más de una ocasión, cuando, exterminadas las arañas en determinadas zonas, se evidenció muy pronto el recrudecimiento de plagas como la garrapata y los mosquitos.
Son muy pocas las temibles de verdad para el hombre o los animales de cierta corpulencia. Es más el temor y la repulsión que inspiran su aspecto, que el peligro real que significan.
Las llamadas "arañas pollito" (Mygalas) de impresionante tamaño (mayor que la mano humana) suelen cazar pájaros, pequeños mamíferos y aún víboras.
La pequeña araña capulina, araña rastrojera o viuda negra (Latrodecres mactans), posee glándulas de gran poder tóxico, como así también las pertenecientes a los géneros Ctenus y Phoneutria. Esta última, propia de la zona cálida, suele ocultarse en los racimos de plátanos, viajar con ellos y provocar accidentes al morder a obreros de barcos y mercados.