El aprecio de los caracoles como alimento es muy antiguo. Sabemos por diversos documentos que los griegos los consumían y, según Varrón, los romanos construyeron el primer "cochlearium" en tiempos de Julio César. Se trataba de un edificio con instalaciones adecuadas para la cría y engorde de caracoles. Por lo demás, al realizar excavaciones en algunos países, los arqueólogos han descubierto conchas en los lugares donde se asentaron los campamentos de las legiones romanas, principalmente en terrenos calcáreos, que son los que el caracol prefiere en particular. En la antigüedad el caracol se consideraba un manjar delicado y lo mismo ocurría en la Edad Media, cuando se afirmaba que tal plato quedaba reservado a las mesas de los ricos. A partir de la Edad Moderna su empleo se extendió entre las clases humildes.
Naturalmente, el caracol de Borgoña se consume solamente en las zonas en que habita. En España, donde no existe el Helix pomatia, éste es sustituido en la mesa por el caracol común (Cryptomphalus aspersa), de tamaño ligeramente menor.
No son éstas las únicas especies utilizadas, puesto que en todo el ámbito mediterráneo se consumen no menos de 11 especies diferentes de caracoles, entre ellas el caracol listado. Los caracoles destinados al consumo se recogen directamente en el campo, en general, tras una fuerte lluvia, o bien se crían en parques adecuados, donde alrededor de cada tronco de árbol se instala una tela metálica que limita un pequeño recinto rectangular. El borde superior de la tela se dobla hacia dentro, para impedir la fuga de los animales. En cada uno de los recintos se colocan algunas docenas de caracoles. La recolección debe hacerse cuando el animal entra en el letargo invernal. Entonces estos caracoles se lavan, se secan, y se envasan para la venta.