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Como un ser de pesadilla para los antiguos
Hasta la mitad del siglo XVIII los científicos fueron incapaces de explicar los fenómenos que se producían al contacto de un torpedo. Los griegos conocían ya las propiedades particulares de este animal, y creían que adormecía a sus presas. Posteriormente, también los romanos se sintieron perplejos ante las reacciones que provocaba. Claudio de Alejandría describió como un torpedo que mordió el cebo de un anzuelo de bronce emitió por sus venenosos conductos un efluvio maligno que se esparció en ondas a través del agua y aun ascendió por el sedal hasta las manos del pescador; éste, al sentir que se helaba su sangre, se apresuró a arrojar el aparejo. Sin embargo, pese al peligro que ofrecía, los físicos romanos emplearon al torpedo con el designio de curar la gota, dolores de cabeza y otras dolencias. El método terapéutico era muy curioso: el paciente debía tenerse en pie sobre un torpedo vivo, o se golpeaban sus sienes con el animal. En el año 1746 se inventó la botella de Leyden y, poco después, un holandés, Laurens Storm van's Gravesande, y un naturalista francés, Michel Adanson, descubrieron casi simultáneamente la similitud que presentaban sus propiedades con respecto a las del torpedo. Al cabo de algún tiempo, en 1791, Luigi Galvani hizo resaltar la analogía entre el fluido emanado por el torpedo y la electricidad que él creía haber descubierto en los nervios y los músculos de diversos animales. Las baterías del torpedo continuaron así llamando la atención de los científicos, como dos milenios antes maravillaron a los griegos. Hoy día raramente se oye hablar de él fuera de los medios zoológicos, o de la industria pesquera.