Es un vigía que se halla instalado allí exclusivamente para avistar... un pez: el singularísimo, terrible y... exquisito pez espada. Movido frecuentemente por remos (algunas veces por un motor), el falucho explora hacia lo largo y a lo ancho, cuidadosamente, las aguas de la costa. Durante horas, fatigado y enceguecido por la luz deslumbrante del sol, la mirada del vigía escruta incansablemente la superficie resplandeciente del mar hasta que, a través de la transparencia del agua, entrevé la silueta del animal; algunas veces es un enorme pez solitario, pero más frecuentemente se trata de una pareja o de un pequeño banco. Con un grito, el vigía advierte a los compañeros que se encuentran sobre la cubierta de las barcas más pequeñas situadas cerca, compañeras en esta pesca, provistas ellas también de vigías; inmediatamente una de las barcas menores se dirige hacia el punto señalado mientras el arponero toma posición en la proa. Y helo ahí: ya está sobre el pez; ya el arponero observa a través del trémulo espejo del agua límpida el blanco en movimiento; con ojo infalible, el arponero lanza con mano potente el golpe vibrante de su arpón. El arma penetra en la carne, las cuatro aletas separables que lleva en la punta se abren y el animal no podrá liberarse ya. Otro terrible habitante del mar ha caído presa del hombre.
La pesca del pez espada
Es un vigía que se halla instalado allí exclusivamente para avistar... un pez: el singularísimo, terrible y... exquisito pez espada. Movido frecuentemente por remos (algunas veces por un motor), el falucho explora hacia lo largo y a lo ancho, cuidadosamente, las aguas de la costa. Durante horas, fatigado y enceguecido por la luz deslumbrante del sol, la mirada del vigía escruta incansablemente la superficie resplandeciente del mar hasta que, a través de la transparencia del agua, entrevé la silueta del animal; algunas veces es un enorme pez solitario, pero más frecuentemente se trata de una pareja o de un pequeño banco. Con un grito, el vigía advierte a los compañeros que se encuentran sobre la cubierta de las barcas más pequeñas situadas cerca, compañeras en esta pesca, provistas ellas también de vigías; inmediatamente una de las barcas menores se dirige hacia el punto señalado mientras el arponero toma posición en la proa. Y helo ahí: ya está sobre el pez; ya el arponero observa a través del trémulo espejo del agua límpida el blanco en movimiento; con ojo infalible, el arponero lanza con mano potente el golpe vibrante de su arpón. El arma penetra en la carne, las cuatro aletas separables que lleva en la punta se abren y el animal no podrá liberarse ya. Otro terrible habitante del mar ha caído presa del hombre.