La pesca del pez espada


   Durante los meses primaverales y estivales, en numerosos puertos del mar Mediterráneo suelen verse grandes barcas, llamadas "falu­chos", pintadas de negro y extrañamente aparejadas. En el centro de su casco se levanta un mástil altísi­mo; pero no se trata de embarcaciones de vela. En la parte superior de este mástil (de 30 y hasta 40 metros de altura), haciendo equilibrios sobre una simple tablita, se halla un hombre; pero no es un vigía de tierras desconocidas o naves enemigas.
   Es un vigía que se halla instalado allí exclusi­vamente para avistar... un pez: el singularísimo, terrible y... exquisito pez espada. Movido frecuente­mente por remos (algunas veces por un motor), el falucho explora hacia lo largo y a lo ancho, cuidado­samente, las aguas de la costa. Durante horas, fati­gado y enceguecido por la luz deslumbrante del sol, la mirada del vigía escruta incansablemente la superfi­cie resplandeciente del mar hasta que, a través de la transparencia del agua, entrevé la silueta del ani­mal; algunas veces es un enorme pez solitario, pero más frecuentemente se trata de una pareja o de un pequeño banco. Con un grito, el vigía advierte a los compañeros que se encuentran sobre la cubierta de las barcas más pequeñas situadas cerca, compañeras en esta pesca, provistas ellas también de vigías; inme­diatamente una de las barcas menores se dirige ha­cia el punto señalado mientras el arponero toma po­sición en la proa. Y helo ahí: ya está sobre el pez; ya el arponero observa a través del trémulo espejo del agua límpida el blanco en movimiento; con ojo infalible, el arponero lanza con mano potente el gol­pe vibrante de su arpón. El arma penetra en la car­ne, las cuatro aletas separables que lleva en la punta se abren y el animal no podrá liberarse ya. Otro te­rrible habitante del mar ha caído presa del hombre.